Ella,
delgada como piel mecida al viento
añora las caderas del Caribe
y
el pecho con medidas generosas.
Aquella otra,
más llena con sus
curvas de pasión
se tortura con dietas imposibles.
Persigue ser delgada
como un palo.
Una busca ser curva cuando es recta.
Otra busca ser
recta siendo curva.
Ninguna se conforma con su cuerpo.
La curva se
avergüenza
de ser tan generosa con su estirpe,
ansía ser traslúcida
y
parecer espíritu de luz en su caverna.
Es la vida nutricia
pero busca ser
muerte, algo espectral.
Es la carne y el agua,
pero entiende que el
hueso
es más fructífero,
así ya no atraerá a los vampiros.
La línea
recta vive acomplejada,
intenta parecer más voluptuosa.
Ansía tener pechos
y caderas
y parecer mujer, hembra sexuada,
atraer a caníbales
variados,
que le miren los hombres
como si fuera sólo un cuerpo
atávico.
Es la mujer perfecta
para el diseñador de alta costura,
pero
entiende que el hombre no desea
su cuerpo de papel.
Ella quiere ser
alguien,
ser mirada,
no sólo ser la musa de misóginos.
Acude a
cirujanos.
Se implanta silicona
en glúteos y en los pechos.
Pone en
manos de fríos materiales
su gran feminidad que es sólo un sueño.
Así
vamos por ciclos
de la gran delgadez a ser un cíborg
y luego de ser hembra
bien dotada
con biotipo perfecto por genética
a ser reencarnación de
desnutrida.
Esta búsqueda estéril de un biotipo
de la mujer perfecta e
ideal
que satisfaga al mito colectivo
y eleve la autoestima de la
víctima,
al tiempo que es el cuerpo del caníbal,
es la forma moderna y
silenciosa
de dependencia extrema del contexto.
Las mujeres ya somos
un diseño.
No pudieron los siglos
y milenios
dominar nuestra alma que
es salvaje,
pero en cambio pudieron los fotógrafos,
el cine y los
modistos, los pornógrafos,
dominar nuestro cuerpo
con el
número.
Medidas imposibles con el látigo
la tiranía silenciosa de una
guerra
que trata a la mujer como ganado
o vientres efectivos para
ser
receptáculos buenos para el semen,
para los cromosomas XY.
Y
los cuerpos vendidos a ese mito
de la gran perfección dentro de
números
caminan como espectros por la vida
y parecen las sílfides de un
cómic
atravesando sueños, pesadillas.
O se abren en mesas de
quirófanos
para acoger en sí
pechos sintéticos
y glúteos
silenciosos
que no existen
y labios bien sensuales
que no sienten
y
se cierran discretos
con heridas
que no cierran jamás
porque
supuran
la infección colectiva
del desprecio al biotipo
normal de la
hembra pura.
Los cuerpos olvidados
que la gran mayoría de
mujeres
formadas en países de la tierra
dejan en los armarios del
mutismo,
para ser esas otras que demandan
los medios, las modelos y las
hordas
de machos anhelantes de arquetipos,
son los cuerpos robados a la
vida,
el simbolismo íntimo del rapto
de la feminidad reverenciada,
para
ofrecerla con sus logos,
como si de un producto se tratara,
al cuerpo
secuestrado del varón.
Ana Muela Sopeña