domingo, 12 de diciembre de 2010

Jóvenes por la Igualdad efectiva. Tres relatos para reflexionar sobre las consecuencias de la Violencia de Género

Realizando el otro día unas actividades didácticas en un centro escolar con alumnado de 2º ciclo de la E.S.O., dentro de un Programa de prevención de la violencia de Género, que se está desarrollando desde mi Ayuntamiento, un profesor me preguntaba qué opinaba sobre el aumento continuo de muertes de mujeres a manos de sus parejas o exparejas, cuando ya hace unos años que contamos con una Ley específica para este tipo de asesinatos. Yo le di mi opinión al respecto, pero no es este el tema que quiero comentar hoy aqui, sino el motivo que me lleva a trabajar en los centros escolares desde la prevención. Y es que es muy doloroso ver con qué normalidad la gente más joven acoge una realidad que parece crecer día a día, y de la cual las muertes que nos llegan no son más que la punta del iceberg de una situación que afectan a tantas mujeres de tantas edades y condición, mientras las asociaciones  y profesionales que trabajan con víctimas de violencia de género, nos alertan del número creciente de estas situaciones que se están dando entre la población más joven e, incluso, en sus primeras relaciones. La falta de respeto con la que se afrontan dichas relaciones, el intento de control a través de elementos como el móvil, la desigualdad que se sigue continuamente fomentando desde la familia, los medios de comunicación, el marketing de determinados productos de consumo,..., podrían estar (y de hecho lo están) en la base del problema. Por eso se hace tan importante trabajar con chicos y chicas desde la reflexión de sus propias realidades y de lo que perciben del resto de la población para hacerles conscientes de que en ningún caso son ajenos a este problema y de que hay que aprender a detectar los síntomas para no llegar a convertirse nunca en víctimas de una realidad tan peligrosa. 
Una de las actividades que desde el departamento en el que trabajo se están realizando ha sido la convocatoria de un concurso "Jóvenes por la Igualdad efectiva. Astorga 2010", orientado precisamente a buscar la reflexión de nuestra juventud en torno a este tema, y a plantear incluso soluciones al respecto. La convocatoria tuvo más o menos éxito, ya que algunas de las secciones incluidas quedaron desiertas. 
Pero fue sorprendente la calidad de los trabajos presentados en la Modalidad de RELATOS, y en la categoría de Secundaria. Tres fueron los relatos ganadores presentados por tres alumnas de 4º de la E.S.O. del IES Astorga. Tres los planteamientos del tema de la violencia de género  mostrados, con una estructuración increiblemente madura para su edad, con situaciones solventadas de diferentes maneras y presentando diversas consecuencias sobre los distintos personajes que conforman cada una de las historias. Además de la calidad literaria me parece muy importante el grado de reflexión que implican cada uno de ellos, y creo que es algo muy a tener en cuenta en la relación que podamos tener con jóvenes y adolescentes sobre este tema, y no solo con ellos, sino también con colectivos de otras edades. 
Por eso me ha parecido buena idea compartirlos en estas páginas virtuales con todas aquellas personas a las que les preocupa el tema, creyendo que tal vez puedan encontrar en ellos un aliciente para trabajar desde la prevención con los más jóvenes, en la creencia de que si logramos provocar la reflexión estaremos provocando también una respuesta masiva de rechazo a una realidad que a veces, me da la impresión, parece haberse instalado en nuestras vidas como algo inevitable, producto de una época o de ¡qué se yo!, que ojalá que no nos toque nunca , aunque tal vez seamos de quienes piensan que ¡a mí nadie me pone la mano encima!
Como ejercicio de reflexión, pues, y como agradecimiento a su aportación a la misma, dejo aquí para quien quiera leerlos estos tres magníficos relatos de tres jóvenes autoras.


SIN ESPERANZA

Autora: Jara Santos Pardo, de San Justo de la Vega. Alumna de 4º de E.S.O. del I.E.S Astorga
1º Premio de relatos categoría A del I Concurso “Jóvenes por la Igualdad Efectiva”. Astorga 2010


    Mis ojos se tomaban llorosos. Un golpe, otro...
-¡Te he repetido mil veces que no llores! —decía sin cesar.
-No lloro.., ya no lloro. —contestaba yo conteniendo las lágrimas.
    Otra bofetada.
-¡Eres mi mujer, y tienes que respetarme! ¿Quién te va a querer si no soy yo? —me espetó, con una expresión de furia en su rostro.
    Todos los días era lo mismo, pero cada día los golpes eran más fuertes, y cada vez eran más evidentes mi rostro y mi cuerpo demacrados por ellos.
    No podía aguantarle mucho tiempo más, y sé que si lo hubiera hecho, habría acabado por quitarme la vida, pero no quería darle esa satisfacción. Quería que desapareciera de mi vida. O mejor, quería poder desaparecer yo. Ser libre, poder ir donde quisiera sin tener miedo de que él pudiera golpearme al enterarse de ello, pero en ese momento me parecía imposible.
    ¡Oh! Disculpadme, aún no me he presentado, mi nombre es Esperanza. Paradójico, ¿verdad? Justamente Esperanza, algo de lo que yo carecía en aquel momento.
    Decidí que lo más razonable sería escapar, que él pensara que yo había muerto, porque si hubiera descubierto que estaba viva, me habría buscado sin cesar hasta haber dado conmigo y las consecuencias habrían sido nefastas.
    Hicimos un viaje en barco. A mí me encanta el mar. Desde niña mi sueño ha sido surcar los mares e ir donde el viento me lleve, pero por aquel entonces estaba atrapada, presa como en una cárcel, y sin una pizca de autoestima.
    Por ello estaba convencida de que aquellas vacaciones eran la oportunidad perfecta para conseguir mi libertad y cambiar mi vida para siempre.
    Él hizo la reserva. Un camarote. Uno solo. Lo que él no sabía era que yo reservé otro para una persona más.
    En el viaje conocimos a una joven pareja de novios. Dos personas encantadoras, Javi y Marta. Una noche cenamos con ellos y después de la cena había un baile. Nosotros les veíamos, parecían tan felices... Nosotros también fuimos así tiempo atrás. Lo cierto es que ya no recuerdo ni cuándo ni por qué se volvió tan agresivo conmigo. Cuando volvieron, Javi me invitó a bailar, pero a mí me daba reparo ya que mi marido era extremadamente celoso. Me insistieron tanto que salí a la pista. Yo veía como él me observaba con esa mirada de furia que recorre a veces su rostro. Tenía miedo, mucho miedo. Sabía lo que venía después. Y en efecto, cuando regresamos a la habitación, nada más cruzar la puerta, sucedió. Una bofetada. Un puñetazo.
-    ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme esto? ¡Solo eres una zorra buscona! ¿Por qué te empeñas en humillarme siempre delante de todos?
    Me caí al suelo. Ya no lograba sostenerme en pie. Las lágrimas brotaban de mis ojos y descendían por mis magulladas mejillas incontroladamente.
    Otra bofetada, otro puñetazo.
- ¡Que te he dicho que no llores! ¡No tienes derecho a llorar! ¡Lo único que haces es dejarme mal delante de esa pareja! ¿Quién te dio permiso para irte a bailar con el muchacho? —preguntó con el rostro desencajado por la ira.
- Perdona, no volverá a pasar, lo prometo —contesté secándome las lágrimas. Y, por supuesto, sabía que nunca volvería a suceder. Jamás.
- Pero, ¿Sabes una cosa? —dijo, algo más calmado. —Te perdono. Tienes suerte de que sea tan compasivo contigo, pero no quiero que pase de nuevo. Tienes que respetarme. ¿Me has entendido? —preguntó agarrándome la cara.
    Yo asentí con la cabeza. De repente me besó. Yo aborrecía ese sabor a tabaco barato; y la sensación de estar besando a la persona que no dejaba de golpearme era terrible.
    A la mañana siguiente los cardenales eran demasiado evidentes como para vestirme de manera adecuada para el calor que hacía aquellos días. Aun así me puse un vestido que pudiera tapar los moratones y unas gafas de sol para ocultar mis ojos morados.
    Me senté en cubierta. Allí estaba Marta. Estuvimos charlando un rato, y, de repente, me dijo:
-    Javi y yo os escuchamos sin querer anoche. Es tan horrible lo que te hace ese hombre...
-    Lo lamento, pero tengo que irme — contesté, ya que no estaba muy animada a hablar de ello ahora, sobre todo con una persona que era relativamente desconocida para mí.
    Estaba dispuesta a actuar. Sería aquella noche. Por fin sería libre.
    Eran las 22:00 y mi marido aún estaba acabando de cenar. Yo subía al camarote extra que había reservado sin que él se diera cuenta. Sentía que el corazón se me desbocaba, que quería salirse de mi pecho. Intenté controlar mis nervios. Llevaba demasiado tiempo planeándolo todo, y ahora nada podía fallar, de lo contrario mi vida a partir de entonces sería terrible.
    Fui al baño de la habitación. Quería ante todo que nadie pudiera reconocerme, ser una persona distinta a los ojos de los demás, por lo que cogí unas tijeras y comencé a cortar el rubio cabello que llevaba siempre tan meticulosamente cuidado. Mechones y mechones caían al suelo, y mi pasado con ellos. También me lo teñí de un negro azabache para que nadie lo asociara conmigo. Pero aún faltaba algo: mis ojos. Si él me reconocía por algo era por mis ojos. Eran azules. “Tan bonitos como el cielo, y tan inmensos como el mar”, decía él tiempo atrás. Días antes me había comprado unas lentillas de color miel, que, en ese momento, me las puse sin dudar.
    Me miré en el espejo. Parecía otra persona, y, aunque aún tenía el cuerpo demacrado por los golpes que él me había propinado la noche anterior, aparentaba ser una mujer fuerte, segura de sí misma e independiente.
    Limpié el lavabo del tinte lo mejor que pude y retiré los restos de cabello que quedaban en él.
    También tenía que dejar la prueba de mi fingida muerte para que él no sospechara que me había escapado, y sabía exactamente lo que tenía que hacer: cogí el vestido que me había puesto aquel día y lo rasgué hasta conseguir una pequeña tira de tela. Después lo enganché en la cubierta del barco, aparentando que al tirarme por ella, se había quedado prendida allí por accidente.
    Y, por último, la nota de suicidio qué dejaría en la cama de mi marido, la cual ponía: “Sé que siempre te pongo de muy mal humor, perdóname, sé que no te merezco, ahora te prometo que te dejaré tranquilo para siempre”.
    Sabía que no tardaría en verla, y en alertar a los guardias, y, en efecto, así fue. Vieron la tela del vestido y me dieron por muerta, tal como yo esperaba que sucediera.
    Pero hubo algo que se me pasó por alto. Al bajar del barco había un control de seguridad, en el que los guardias pedían el nombre y el pasaporte, y el mío lo tenía mi marido.
    Los nervios recorrieron mi cuerpo, y empezaron a entrarme sudores fríos. No sabía qué hacer. Estaba atrapada de nuevo, y no podía permitir que se descubriera que realmente yo era Esperanza. Dos filas más adelante estaban Javi y Marta. Ella se dio la vuelta y me vio. La miré angustiada, y al instante me reconoció.
    De repente estaba sola ante el guardia de seguridad, que me dijo:
-    Nombre y pasaporte, por favor.
    Yo me quedé helada. No sabía qué hacer, y la gente que tenía detrás estaba empezando a impacientarse, incluyendo a mi marido.
-    Señorita, nombre y pasaporte, por favor —repitió el agente.
    Yo miraba suplicante a Marta, la cual me devolvió la mirada.
-  Jacqueline —contesté al agente.
-  El pasaporte, por favor, señorita Jacqueline —pidió de nuevo.
    Entonces vino Marta, e hizo algo que nunca le podré agradecer lo suficiente.
-    ¡Oh! Disculpe señor agente — dijo nerviosa. —Nosotros tenemos el pasaporte de la señorita Jacqueline.
    Yo la miré incrédula, sin saber qué hacer ni qué decir. Ella tiró la maleta y empezó a revolverlo todo.
-    ¿Dónde lo habré metido? Estaba por aquí... —dijo. Me miró y me guiñó un ojo. Yo esbocé una tímida sonrisa de agradecimiento.
-    No importa, pase señorita Jacqueline — acabó diciendo el agente.
    Miré a Marta y ambas nos marchamos.
-    No sé como agradecértelo —le dije cuando ya habíamos salido de allí.
-    No importa. Ahora eres libre  — contestó ella.
    Estábamos sentadas en la costa del mar. Respiré el aire puro. Era cierto. Aquello con lo que había soñado desde hacía tantos años lo había logrado por fin. Cogí mi anillo de compromiso y lo observé. Lo apreté hasta que me hizo daño en la palma de la mano, entonces lo arrojé con todas mis fuerzas al mar.
    Por fin era libre. Esas cinco letras resonaban en mi cabeza una y otra vez. Libre, libre, libre...
-    He aprendido algo muy importante, algo que creo que todas las mujeres del mundo deberían saber - le dije entonces a Marta. —Y es que por mucho daño que te hagan, por mucho que te hagan sufrir, nunca, nunca hay que perder... la esperanza.

DIECIOCHO, DIECINUEVE, VEINTE...
Autora: Marina Gay Ylla, de Astorga. Alumna de 3º de E.S.O. del I.E.S Astorga
2º Premio de relatos categoría A del I Concurso “Jóvenes por la Igualdad Efectiva”. Astorga 2010


    ¡Cómo me encanta que me pesen las mantas, me siento más a gusto! Siempre me voy a la cama antes de que venga papá; me gustaría verlo, pero siempre llega tarde.
    Me gusta dormir con la puerta cerrada, la habitación me resulta más acogedora. No sé porqué, pero mamá se siente más segura si la cierra con llave. Cuando hay ruido me agarro muy fuerte al peluche que me regalo papá cuando nací. Ahora tengo casi ocho años.
-    ¡Daniel, vamos, despierta que no llegas al colegio!   
    ¡Mm...! Huele a tostadas recién hechas. ¡Qué hambre! Mamá siempre está mirando los fogones mientras yo desayuno, aunque no esté cocinando nada.
    Entro en el coche. Me gustan sus asientos, son cómodos. Disfruto cuando me lleva mamá. Vamos más tranquilos. El sol no me deja abrir los ojos del todo. Empieza a hacer calor. Mamá baja las ventanillas y llegamos al cole. Veo a Marcos, mi mejor amigo. Me encanta ir a su casa. Siempre jugamos con su perro y luego su papá nos trae sándwiches y vemos la tele todos juntos. El papá de Marcos es divertido. Me cae bien, nunca grita. Su mamá es muy alegre. Antes mi mamá y ella eran muy amigas, pero, un día, mamá dejó de quedar con ella. A mi papá, Clara no le gusta demasiado; dice que sale mucho.
    En el cole estamos haciendo adornos para las fiestas. Nos han dicho que este año se celebra el centenario y hay un concurso para elegir la mejor invitación. Seguramente salga la de Sergio, se le da muy bien pintar. La madre de Marcos me ha dicho que si quiero, ella me puede ayudar; sabe que mi papá no puede. Él dice que después del trabajo merece un descanso y se va a dar una vuelta con sus amigos.
    Ya es la hora de comer. Voy rápido. No quiero que Clara tenga que esperarme. Ella siempre me lleva a casa a mediodía, porque mamá está haciendo la comida. A papá le gusta tener la comida lista y caliente, si no se enfada mucho; aunque no sé si vendrá a comer o no. Nunca avisa.
    Ya hemos llegado. Le digo adiós a Clara y a Marcos. Se oyen gritos en casa. Creo que papá hoy llegó un poco antes. Me abre mamá. Me gusta verla después del “cole” porque ya está maquillada, pero esta vez no le ha dado tiempo. Papá sale muy rápido de casa. Debe de llegar tarde a algún sitio.
    Cojo una silla y me siento a comer al lado de mamá, pero como yo solo; ella no tiene hambre. Creo que esta tarde me pondré a hacer antes los deberes. Saco de la mochila la invitación y el estuche. Pienso. No se me ocurre nada. Voy a ver si duermo un poco; luego la haré.
    Me despierto con el sonido de la puerta. Me duele la tripa. No me gusta como suena la puerta por la noche.
    Mi puerta se abre. Mamá me trae un bocadillo para cenar y me da un beso. Oigo como cierra mi habitación con llave; me arropo y me duermo.
    Hoy me lleva papá al cole. A mamá le dolía la cabeza. Me abrocho el cinturón. El camino se me hace largo pero llegamos antes.
    En el recreo no quiero jugar; pienso mucho en mamá. Tengo ganas de verla, pero me dijo que comiera en casa de Marcos para hacer juntos las invitaciones. Me alegra poder jugar con Marcos; él y su mamá me quieren mucho. Clara trabaja en un centro comercial. Me entrega una bolsa y me dice que se la dé a mamá, que es un regalo. En el portal, abrí la bolsa para ver lo que llevaba: había algunos botes de pintura y…. un brillo de labios color beige. Me pregunté si sería para el teatro de las fiestas.
    Mamá tarda en abrirme. Me pongo nervioso, pero sé que papá no está en casa a estas horas. Doy un paso hacia la puerta y pego mi oído. Se oye la puerta de un armario y al fin, ella aparece. Me relajo, ella respira hondo; se alegra de verme. Me da un abrazo.
-    ¿Qué tal con Marcos?
-    Bien, hicimos las invitaciones para el concurso y... Clara me dio esto para ti.
    Abrió la bolsa y permaneció en silencio durante un rato. No pude verle la cara, no me miraba. Fui a mi habitación, puse en el escritorio la mochila y me tiré en la cama mientras contaba los desconchones del techo. Me entretiene, nunca me sale el mismo número. El resto de la tarde pasó deprisa.
    Se oye la puerta de la calle. Creo que entra corriente. Cierro mi puerta. Se oyen gritos. Me dejo caer en el suelo y miro mi cama: la he arrugado un poco mientras me tumbaba. Tiro de los picos de la colcha hasta estirarla. Mamá llama para cenar. Huele a pizza. ¡Me encanta! Cuando termino, miro hacia papá, él me mira, luego baja la vista y sigue comiendo. Mamá come despacio. Miro hacia mi plato. Ya no tengo hambre, pero sigo comiendo. Papá se levanta. Debe de estar cansado. Se va a la cama.
    Diecisiete, dieciocho, diecinueve... ¡imposible! Ayer me salían veinte. Me pesan las mantas, pero no estoy cómodo. Mamá no ha venido aún a darme las buenas noches. Estoy nervioso, será por las fiestas. Se abre mi puerta; mamá me sonríe y me da un beso. Me dice que le haga sitio y se tumba a mi lado. Solía hacerlo cuando yo era más pequeño y tenía miedo. Hoy no echa la llave. Oigo su respiración y me voy relajando...
    -  Dani, Daniel, no hagas ruido.
    -  Pero, mamá qué...
    -  Sshh ¡Calla, tenemos que irnos!
    Sigo a mamá por el pasillo. Me da mi abrigo. Me lo pongo en silencio. Me coge de la mano y salimos. Mamá no cierra la puerta. Hace frío. Todavía es de noche. Veo el coche de Clara pero Marcos no está. Mamá me manda entrar en el coche. Entonces miro nuestras maletas. Hacía mucho tiempo que no íbamos de vacaciones. El coche arranca. Me mantengo en silencio sin entender muy bien todo, pero estoy muy cansado para hablar. Mamá me da la mano por detrás del asiento.
- ¿Dónde vamos mamá?
- Duerme un poco, enseguida llegaremos al aeropuerto. Cierro los ojos. Estoy tranquilo. Ella no suelta mi mano.

EL DÍA QUE ME CASÉ CON LA MUERTE

Autora: Sandra González García, de San Justo de la Vega. Alumna de 4º de E.S.O. del I.E.S Astorga
3º Premio de relatos categoría A del I Concurso “Jóvenes por la Igualdad Efectiva”. Astorga 2010


Fue un veinticuatro de abril soleado, el día perfecto para una boda perfecta. Entré por la gran puerta de la iglesia. Todas las miradas se fijaron en mí, sin embargo yo sólo tenía ojos para el hombre que me esperaba en el altar. Él lucía un traje negro, con su corbata lila y su camisa morada. Su negra melena caía en cascada sobre su espalda, su gran estatura y sus fuertes brazos hacían que quisiera acurrucarme en su pecho, ya que los nervios aprisionaban mi corazón. Me dirigía lentamente agarrada del brazo de mi padre hacia el altar; él, a cada paso, apretaba más mi brazo y en sus impasibles ojos podía apreciarse el brillo de una lágrima de orgullo. Estaba preciosa con mi vestido blanco y mi ramo de calas. Mi perfecto velo reposaba sobre el intrincado moño que daba forma a mi cabello. El camino hacia el altar se me antojó eterno y fugaz. No escuché la ceremonia; me encontraba demasiado ocupada, sosteniendo la mano de mi futuro marido, por la que tiempo después me lamentaría. Llegó el momento más esperado, el momento en el que su “sí” asaltó la iglesia y también conquistó mi corazón, mientras los labios de mi marido rozaban suavemente los míos. Por fin podía decirlo: ¡mi marido!
Las primeras semanas pasaron como en un sueño. Cada mañana me despertaba entre sus brazos con una preciosa sonrisa que iluminaba toda mi alma. Me acompañaba en el desayuno y me despedía por la mañana con un tierno beso bajo el umbral de la puerta. Al llegar a casa, me esperaba el penetrante aroma de la deliciosa cena que preparaba para mí, mientras él se tomaba unas cuantas copas de vino. Las noches se hacían eternas entre sus brazos. Todo era perfecto, hasta aquel día...
Un ruido en la puerta me despertó a las cinco de la mañana. Me di la vuelta en la cama buscándole, él no estaba. Asustada, me levanté; me puse la bata que tenía detrás de la puerta de mi dormitorio, la até con fuerza y bajé lentamente las escaleras, sin encender la luz. En el umbral de la puerta vi la silueta de un hombre. Grité. La voz de mi marido agravada por el alcohol me respondió. Encendí la luz y le vi en el suelo. Corrí a ayudarle y a ponerle en pie. Le llevé a la cocina y le serví una taza de café. Empecé a interrogarle; no me explicaba cómo podía haber acabado así. Él al principio no me respondía pero debido a mi insistencia me replicaba en voz cada vez más alta. Intenté calmarle, entonces ocurrió. Me golpeó. Esa noche, no paré de pensar el motivo por el que mi marido había bebido. Nuestro matrimonio iba bien, no sé, supongo que las discusiones que teníamos eran normales, a pesar de que a veces los vecinos se asustaban por sus gritos.
A la mañana siguiente, mi rostro era la prueba de lo que había ocurrido. Se sintió culpable; trató de pedirme perdón e intentó compensarme. Me dijo que jamás volvería a beber. Mintió. Pasó más de un año antes de que volviera a ocurrir, traté de ayudarle y él comenzó a gritarme y volvió a golpearme. De nuevo a la mañana siguiente se arrepintió y me pidió perdón. Dos meses después volvió a ocurrir y así durante más de dos años. Mi reflejo en el espejo atestiguaba el maltrato que recibía mi rostro. Poco a poco sus golpes iban dejando huella en mí, antaño, deslumbrante belleza. Traté de hablar con mis amigas, no me creyeron, me dijeron que mi marido era una buena persona, que jamás sería capaz de hacerme daño. Pensé en denunciarlo, pero con el tiempo había aprendido a golpearme sin dejar marcas. Nadie me creería. Me iba hundiendo en un pozo oscuro, del cual era incapaz de salir. Traté de huir. Comencé a hacer la maleta. El llegó y me pidió perdón; me suplicó que no me fuera y me juró que jamás lo volvería a hacer. Como una estúpida le creí, ya no necesitaba beber para golpearme.
    Cada vez que intentaba huir, él me gritaba, amenazándome y jurándome que jamás me dejaría escapar. Cuando al fin reuní el valor suficiente para huir, desempolvé la maleta y comencé a llenarla de nuevo con mi ropa. Nunca llegué a cerrarla. Antes de acabarla, mi marido entró en mi habitación. El primer golpe me arrojó al suelo. Noté algo frío en mi cabeza. Una pistola. Mi marido con una sonrisa en la cara me dijo: “No escaparás”. Y apretó el gatillo. Poco a poco mi sangre caliente se fue enfriando, mientras cubría la hermosa alfombra blanca que se encontraba en el suelo del dormitorio principal. Mi vida, la vida que desde pequeña soñé vivir en una gran casa, con un marido que me quisiera, se iba acabando. Noté que llegaba mi fin, el fin que nunca había imaginado, ni deseado. Dos días después, mis amigas vestidas con ropas negras, lloraban mi pérdida, diciéndose las unas a las otras que tenía razón, que me tenían que haber escuchado cuando les dije la verdad sobre mi marido, ya que nadie lo conocía tan bien como yo.
    Me arrepiento de aquel soleado veinticuatro de abril, aquel día de primavera en el cual se empezó a escribir el horrible final que me esperaba, por no tener suficiente valor de ponerle fin a la historia de amor la primera vez que su mano tocó mi rostro.

2 comentarios:

  1. Me han gustado mucho los relatos. Enhorabuena a las tres alumnas que los escribieron, y también al IES de Astorga por promover este tipo de iniciativas en contra de la violencia machista.

    ResponderEliminar
  2. Muy buen relato.

    Es interesante desarrollar este tipo de iniciativas, sí.

    Un abrazo
    Ana

    ResponderEliminar